¿Quién dijo que mudarse de Canarias era fácil? Spoiler: nadie que haya intentado hacerlo
Cuando crees que mudar tu vida es solo trasladar cajas, descubres que también es embalar emociones, recuerdos… y algún que otro mojo picón.
“¡Que no se caiga el mojo picón!”: crónica tragicómica de mi mudanza isleña
Todo empezó con una búsqueda en Google: mudanzas canarias peninsula, como quien lanza una botella al mar esperando que llegue a tierra firme… o que no naufrague en aduanas. Había decidido mudarme de Gran Canaria a la península y, como todo isleño en exilio voluntario, ya cargaba con más nostalgia que cajas. La teoría era simple: una empresa lo recogía todo en mi piso de Las Palmas y me lo entregaba en Madrid. Pero ya desde el embalaje, la realidad empezó a parecerse más a una comedia de situación que a un trámite logístico.
Para empezar, subestimé mi apego a las cosas absurdas. ¿Quién necesita llevarse tres tablas de bodyboard, una piedra volcánica con forma de rana y un timple desafinado? Pues yo, aparentemente. El operario que vino a hacer el inventario solo me miró y dijo con un suspiro: “Esto va a ser divertido”.
La jornada de embalaje fue una mezcla de Tetris emocional y entrenamiento funcional. Intenté convencer al cargador de que el mojo casero podía viajar si lo refrigerábamos con suficientes bloques de hielo. No coló. Luego vino el drama del cactus: “Este no puede viajar en bodega, necesita luz”, me dijo la voz experta. Lo envolví en papel burbuja como si fuera un trofeo maya y le recé en silencio.
Lo más pintoresco fue la despedida. Mi vecina del segundo me regaló una caja de plátanos “por si en la península te entra el antojo”, y el portero, visiblemente afectado, me pasó una bolsa con gofio y la frase más canaria jamás pronunciada: “Pa’ que no te olvides de dónde vienes, mi niño”.
La travesía marítima prometía ser simple, hasta que descubrí que habían intercambiado mi caja de libros por una de herramientas industriales destinadas a un taller en Almería. Afortunadamente, el operario que descargó en la península también tenía alma de detective y, tras unos días de caos, los libros de Galeano y Saramago llegaron a mí con una cinta que decía “Frágil – pero no tanto”.
Ya en tierra firme, entre el jet lag insular y las ganas de llorar al ver mi colcha preferida oliendo a mar, supe que la mudanza había sido más que un cambio de casa: fue una experiencia iniciática. Aprendí que los objetos también migran, que los recuerdos se embalan con cinta doble y que hay cosas que uno nunca debería meter en una caja (como los nervios, por ejemplo).
Hoy, cada vez que abro un armario y encuentro arena en los bolsillos de un pantalón o me topo con el cactus sobreviviente que, por cierto, floreció en Madrid, me río solo. Porque sobrevivir a una mudanza desde Canarias a la península no te convierte solo en un nuevo residente: te convierte, oficialmente, en un héroe tragicómico de lo cotidiano.