Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame (Marcos 8:34)
Lo había escuchado antes, pero en esta ocasión no fue solo un mensaje más, sino una invitación profunda a repensar mi forma de liderar, de relacionarme y de buscar mi propósito.
Hubo un tiempo en mi vida, para serles sincero, fueron varios, en el que sentía que mis esfuerzos y mis logros no bastaban para llenarme desde lo más profundo de mi interior.
Hace unas semanas volví a escuchar las palabras del Evangelio según Marcos (8:34) que resonaron y repercutieron de forma extraordinaria en mi interior: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame.”
En otras ocasiones había escuchado este versículo; me sonaba a un llamado típico de la fe cristiana, algo que se repetía en sermones y charlas espirituales. Sin embargo, aquella vez cobró el color de una revelación y me hizo comprender que no se trataba de una teoría religiosa abstracta, sino de una invitación concreta y transformadora. Sentía que esas palabras cuestionaban mi forma de liderar, de relacionarme con los demás e incluso de orientarme hacia mi propósito de vida.
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El acto liberador de negarme a mí mismo
En un principio, mi mente asociaba la idea de “negarme a mí mismo” con la noción de perder la identidad. Con sinceridad, temía que ese camino representara anular mi personalidad o renunciar a todo lo que había creado hasta ahora. No obstante, entendí que era, de hecho, un acto liberador. Negarme a mí mismo no implicaba renunciar a mi esencia, sino cuestionar las motivaciones que habían regido mis esfuerzos hasta entonces. Descubrí que, en lugar de obsesionarme con la imagen, con el orgullo herido o con la codicia de ser admirado a toda costa, podía alinear mi vida con un propósito más elevado.
Hasta ese momento, me enfocaba en destacar profesionalmente. Medía mi valor en términos de aplausos, reconocimientos y dinero. Fue al atreverme a renunciar a ese ego permanente cuando viví una experiencia tan reconfortante como impredecible: mi espíritu se llenó de paz, impulsado por un deseo genuino de servir y dar.
Recordé las ideas que había leído tiempo atrás en La Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, sobre la pureza de intención. La verdadera grandeza surge de orientar nuestra mirada hacia lo alto (o, si se prefiere, hacia dentro), con la motivación de honrar a Dios y de añadir valor a los demás. Cuando entendí aquello, me di cuenta de que todo lo que hacía adquiría un color diferente.
Dejó de importarme el “qué dirán” y las expectativas sociales, y mis acciones se movieron por la convicción de servir a una causa que me trascendía.
En el proceso, encontré en mis lecturas de autores contemporáneos —como Wayne Dyer y su película “El Cambio”— confirmaciones a esta idea: al desmantelar el ego, uno se libera de un pesado equipaje mental y se dispone a encontrar la verdadera paz. Estuve también muy influido por el pensamiento de Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido, donde descubrí que el ser humano es capaz de enfrentar los más duros desafíos siempre y cuando halle un propósito claro.
Desligar mi identidad de la necesidad de reconocimiento fue, sin dudas, un paso crucial para descubrir quién era en realidad y hacia dónde deseaba encaminarme.
Tomar mi cruz: la vulnerabilidad como semilla de crecimiento
El segundo llamado de Marcos 8:34 —“tomar mi cruz”— me obligó a contemplar de frente mis desafíos, junto con mis miedos y mi vulnerabilidad. Cuando releí ese pasaje, me sacudió darme cuenta de que, con frecuencia, había intentado evadir las dificultades o etiquetarlas como un fracaso que debía esconder.
Sin embargo, aquel instante de agradecimiento me mostró que mis dolores, limitaciones y cicatrices podían ser el terreno fértil para un crecimiento más profundo.
Al principio, no fue un proceso cómodo y menos que menos rápido. Tuve que admitir, por ejemplo, que tras un revés profesional me había sentido fracasado y lleno de resentimientos. Tomar mi cruz significó, precisamente, reconocer que aquella caída formaba parte de la senda. La fuerza que Dios deposita en nosotros no evita necesariamente el dolor, pero sí lo redime, ofreciendo una chispa de esperanza y crecimiento.
Entendí que mi valor no se medía por la ausencia de errores, sino por la forma en que me disponía a aprender de ellos.
Adoptar esta visión transformó mi día a día. En mi entorno profesional, pasé de culpar a terceros o justificarme cada vez que algo fallaba, a interiorizar mis equivocaciones como lecciones prácticas. Hace un tiempo me repensaba en lugar de resolver problemas sino buscar soluciones que transformen el mundo para un futuro mejor.
El ego es tenaz, pero ahora las reconozco y no les permito gobernar mis actos.
Preguntas como: “¿Qué me está enseñando esta crisis sobre mí mismo y sobre cómo me relaciono con los demás?” se convirtieron en mi nueva guía. Curiosamente, asumir esa responsabilidad personal promovió un contexto diferente, de transparencia y sobre todo de resiliencia. Al compartir mi vulnerabilidad, habilité a otros para hacer lo mismo, y de esa sinceridad honesta brotó un espíritu de colaboración con el que no contábamos antes.
Seguir tu Propósito: un compromiso diario guiado por Dios
Descubrir la dimensión abundante del “sígueme” fue quizá la transformación más extrema de todas. Escuelas religiosas desde la primaria, durante años creí que seguir a Dios significaba cumplir con ciertos ritos religiosos, escuchar conferencias misas o apuntarme a retiros espirituales de vez en cuando.
Pero me di cuenta de que se trataba de algo más profundo y cotidiano: un compromiso diario que de manera invisible abraza cada decisión, desde cómo me relaciono con mi familia hasta cómo manejo un proyecto empresarial o trato a mis colegas profesionales.
Reconocí que mis decisiones profesionales trascendían el ámbito individual, ya que afectaban a un equipo, a una organización e incluso a los clientes que confiaban en mis servicios. Si yo seguía mi propósito, mis metas ya no se medirían solo en rentabilidad o crecimiento financiero, sino en la capacidad de ejercer un liderazgo basado en los valores, el amor, la justicia y la compasión. Me inspiré también en las enseñanzas de John Maxwell, quien sostiene en varios de sus libros —como El líder que marca la diferencia— que el liderazgo empieza con la mentalidad y el servicio a los demás.
Fue entonces cuando empecé a poner en práctica el famoso mandato: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. En el mundo empresarial, donde domina la competencia feroz, decidí apostar por la colaboración y la empatía. Aprendí que escuchar activamente las necesidades de mi equipo no era un signo de debilidad, sino la forma más genuina de liderazgo transformacional. Me encontré orientando, acompañando y entrenando a mis colaboradores —sobre todo a los que se sentían limitados y estancados—, y comprobé que, en ese acto de mentoría, se fortalecía la confianza mutua y crecía la motivación interna.
Sucedió algo increíble: los problemas cotidianos, que antes me sumían en la angustia, se convirtieron en desafío que podía encarar con serenidad. En lugar de dejarme consumir por la prisa o el miedo, cada conflicto era una oportunidad para practicar la humildad, la paciencia y el perdón.
Historias de superación y aprendizaje compartido
Entre las transformaciones más gratificantes se hallan las inspiradas en ejemplos de superación personal. Una de ellas la encontré al leer la historia de Diana Nyad, la nadadora que se propone cumplir a los 60 años un sueño casi imposible: completar un trayecto de 177 km a nado en mar abierto desde Cuba hasta la Florida. Pese a las condiciones climáticas y los imprevistos que enfrentó. Diana me enseña que la mente, alentada por un propósito mayor, puede trascender los límites que el cuerpo o las circunstancias tratan de imponer.
En las conferencias y reuniones a las que asisto, cada vez es más común que alguien se me acerque para comentar su propia lucha interior: “No sé si mis metas tienen sentido” o “He vivido para el aplauso, y siento un vacío cada vez que termino el día.”
Estas historias, me recuerdan que tomar la cruz no implica rendirse ni refugiarse en la resignación o el resentimiento. Por el contrario, es un acto de coraje y convicción. Entendí que, así como Diana perseveró en medio de una espesa niebla de circunstancia hasta alcanzar su meta, yo también podía avanzar, confiando en que alguien allá arriba me orientaba incluso cuando la incertidumbre me daba bofetadas.
A lo largo de mi propio camino, he recopilado testimonios de colegas y amigos que se encontraron con su propósito en sus momentos de crisis. Personas que rescataron sus matrimonios tras años de distanciamiento o que levantaron empresas luego de fracasos aparentemente definitivos. Hay un denominador común en estas historias: el propósito extraordinario. Cuando creemos que existe un llamado mayor y nos alineamos con él, se libera una fuerza interior capaz de revertir incluso los escenarios más adversos.
Ejercicio práctico: Validar la Cruz semanal
Para concretar la idea prinicipal de este artículo, les comparto un ejercicio que llamo la “Validar la cruz”.
Lo practico cada domingo por la noche y me ayuda a integrar mi ser auténtico, mi acción y mis resultados:
Recuento de desafíos: Enumero los retos más significativos de la semana, sean familiares, profesionales o personales. Reflexiono sobre cómo actué ante ellos: ¿busqué escaparme, culpé a otros, o intenté asumirlos desde lo más profundo de mi?
Aprendizajes clave: Identifico al menos dos lecciones que surgieron de esos desafíos. Pueden ser aspectos de mi personalidad que necesitan mejorarse o actitudes que me ayudaron a enfrentar la situación con una mejor manera.
Reconexión con el propósito: Me pregunto: “¿De qué manera este desafío me acerca más a mi propósito y compromiso extraordinario?” Escribir la respuesta me alinea con la visión que guía mi vida.
Oración de gratitud: Finalizo agradeciendo la fortaleza recibida y pidiendo claridad y sabiduría para la nueva semana.
Siento que, cada vez que escribo y reflexiono, la disciplina de “negarme a mí mismo, tomar mi cruz y seguir a mi propósito (Dios)” adquiere una dimensión de abundancia. ¿Piensa como sería si en lugar de semanal fuera diario?
Epílogo: caminando con propósito y libertad
Si miro hacia atrás, descubro que negar mi ego, cargar con mi cruz y seguir a mi propósito no han anulado mis sueños; los han potenciado, expandiendo la razón por la cual los persigo. Esto ha redefinido mi estilo de liderazgo y, de forma sutil pero constante, ha modelado una cultura diferente en mi entorno.
Y si algo he aprendido es que, cuando integramos el aprendizaje profundo en el día a día —en la oficina, en los proyectos profesionales, en las conversaciones con nuestros seres queridos—, el amor deja de ser un ideal abstracto para convertirse en un impulsor motor de transformaciones extraordinarias.
Mi deseo son que este testimonio llegue a quienes se sienten atrapados en un vacío existencial o una competencia sin alma donde el ego no les deja observar su propósito en la vida. Ojalá les recuerde que existe un camino más pleno, un horizonte más amplio, en el cual nuestros logros no se restringen al dinero ni a la fama, sino que se miden en vidas transformadas y corazones más cercanos a la verdad.
El llamado de Marcos 8:34, que antes me causaba incertidumbre, hoy se ha convertido en una cita poderosa que releo cuando me siento desorientado. Porque negar el ego me ha dado libertad, tomar la cruz me ha hecho resiliente y seguir mi propósito ha fortalecido de manera visible cada una de mis decisiones. Y, en ese camino, he hallado no solo mi realización personal, sino un impacto positivo que se expande más allá de lo que jamás habría imaginado.
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