Nunca imaginé que presenciaría el día en que el sur del mundo se convirtiera en el norte del futuro. Argentina, ese país que durante décadas había oscilado entre el desencanto y la esperanza, entre la genialidad y la resignación, amanecía distinta.
En las primeras luces del invierno austral, las noticias recorrieron el planeta: Sam Altman anunciaba desde Buenos Aires la creación de Stargate Argentina, una inversión de 25.000 millones de dólares para levantar en la Patagonia el primer centro de inteligencia artificial del hemisferio sur.
Mi sentimiento, una mezcla de vértigo y emoción. Era como si una grieta luminosa se abriera en la historia. No era solo un data center: era una puerta al futuro. Un “portal estelar”, como su nombre lo insinuaba, hacia una era donde la tecnología y la energía limpia serían los nuevos motores de la civilización.
Allí estaban, Sam Altman, con su serenidad de visionario, y Javier Milei, con su energía volcánica, mirando el mapa de la Patagonia como si estuvieran trazando la nueva frontera de Occidente. Detrás de ellos, la silueta de Donald Trump, invitado honorario y testigo de cómo las ideas libertarias y el poder de la innovación podían encontrar un punto de equilibrio en un mundo que parecía haberse rendido al caos.
Fue un instante de sabiduría, templanza y coraje. Tres palabras que, por años, habían desaparecido del vocabulario argentino.
Mientras escuchaba a Altman decir: “Queremos poner la inteligencia artificial en manos de todos los argentinos”, me estremecí. No era una promesa vacía. Era la convicción de alguien que entiende que la verdadera riqueza no está en los recursos naturales, sino en el potencial humano. Y esta vez, el talento argentino no emigraría: emergía.
En ese momento pensé en las empresas que había acompañado a transformar, en cómo la innovación —cuando se la guía con propósito— despierta naciones enteras. Porque un país, al fin y al cabo, también puede estar en “modo zombi”: funcionando, pero sin alma. Y necesitábamos un sacudón épico, algo tan grande que nos recordara que todavía éramos capaces de soñar.
Milei, con su mirada desafiante, habló de “volver a creer en el individuo creador, en el mérito, en el trabajo libre”. Y por un instante, la política dejó de ser teatro y se volvió destino. Escuché a empresarios, profesores y jóvenes festejando (aunque en silencio), no por ideología, sino por ilusión. Esa ilusión que solo nace cuando lo imposible se vuelve posible.
Me quedé pensando en lo que quería ver con más alla de mis propios ojos cuando el proyecto Stargate se levante. En la maravillosa Patagonia, entre montañas y glaciares, resonaría la visión de Altman: convertir la Patagonia en el “Silicon Valley del hemisferio sur”. En ese futuro centro de datos entre banderas internacionales, una roca con la frase grabada de Mat Travizano —el fundador de Sur Energy, fallecido poco antes del anuncio—: “La energía del futuro no es solo eléctrica: es humana.”
Soñar esas palabras en mi mente y supe que ese proyecto no se trataba de cables ni algoritmos, sino de una nueva forma de creer y crear (yo creo).
Hoy, mientras escribo estas líneas, siento que algo se encendió en el alma del país. No es ciencia ficción: es el renacimiento de una nación que por fin entendió que la revolución no empieza en Silicon Valley, sino en el espíritu.
La historia recordará este tiempo no como una inversión tecnológica, sino como una revolución moral. El momento en que el coraje reemplazó al cinismo, la sabiduría al dogma y la templanza a la furia.
Argentina ya no es el país del “podría ser”. Es el país del “está siendo”.
Y mientras el sol se pone sobre la inmensidad patagónica, siento que algo en mí —y en todos nosotros— ha despertado para siempre.
“Transformar lo imposible en posible”, solía escribir en mi cuaderno.
Hoy, puedo decirlo con certeza: Lo imposible ya empezó.
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